Jesús nunca tuvo que pedir perdón a San José y su Madre, María.

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“EPÍLOGO
Jesús en el templo a los doce años
Además del relato sobre el nacimiento de Jesús, san Lucas nos ha conservado también un pequeño detalle precioso de la tradición acerca de lainfancia; un detalle en el que se trasparenta de manera singular el misterio de Jesús. Nos dice que sus padres iban todos los años en peregrinación a Jerusalén para la Pascua. La familia de Jesús era piadosa, observaba la Ley.
En las descripciones de la figura de Jesús se muestra a veces casi sólo el aspecto contestatario, el comportamiento de Jesús contra una falsa devoción. Así, Jesús aparece como un liberal o como un revolucionario. En
efecto, Jesús ha introducido en su misión de Hijo una nueva fase en la relación con Dios, inaugurando en ella una nueva dimensión de la relación del hombre con Dios. Pero esto no es un ataque a la piedad de Israel. La
libertad de Jesús no es la libertad del liberal. Es la libertad del Hijo, y por ese mismo motivo es también la libertad de quienes son verdaderamente piadosos. Como Hijo, Jesús trae una nueva libertad, pero no la de alguien que
no tiene compromiso alguno, sino la libertad de quien está totalmente unido a la voluntad del Padre y que ayuda a los hombres a alcanzar la libertad de launión interior con Dios. Jesús no vino para abolir, sino para dar plenitud (cf.
Mt5,17).
Estaconjunción entre una novedad radical y una fidelidad igualmente radical, que proviene del ser Hijo, aparece precisamente también en el breve pasaje sobre Jesús a los doce años; más aún, diría que es el verdadero contenido
teológico al que apunta el pasaje.
Volvamos a los padres de Jesús. La Torá prescribía que todo israelita debía presentarse en el templo para las tres       grandes fiestas: Pascua, la fiesta de las Semanas y la fiesta de las Tiendas (cf. Ex23,17; 34,23s; Dt16,16s). La
cuestión sobre si las mujeres estaban obligadas a esta peregrinación estabaen discusión entre las escuelas de Shamai y de Hillel. Para los niños, la obligación entraba en vigor a partir de los trece años cumplidos. Pero
también se aplicaba al mismo tiempo la prescripción de que debían ir acostumbrándose paso a paso a los mandamientos. Para esto podría servir la peregrinación a los doce años. Por tanto, el que María y Jesús hayan
participado en la peregrinación demuestra una vez más la religiosidad de la familia de Jesús.
 
Pongamos atención en este contexto al sentido más hondo de la peregrinación: al ir tres veces al año al templo, Israel sigue siendo, por así decirlo, un pueblo de Dios en marcha, un pueblo que está siempre en camino hacia Dios, y recibe su identidad y su unidad siempre nuevamente del encuentro con Dios en el único templo. La Sagrada Familia se inserta en esta gran comunidad en el camino hacia el templo y hacia Dios.
 
En el viaje de regreso sucede algo inesperado. Jesús no se va con los demás, sino que se queda en Jerusalén. Sus padres se dan cuenta sólo al final del primer día del retorno de la peregrinación. Para ellos era claramente del
todo normal suponer que él estuviera en alguna parte de la gran comitiva.
Lucas llama a la comitiva synodía—«comunidad en camino»—, el término técnico para la caravana.
Según nuestra imagen quizá demasiado cicatera de la Sagrada Familia, esto puede resultar sorprendente. Pero nos muestra de manera muy hermosa que en la Sagrada Familia la libertad y la obediencia estaban muy bien armonizadas una con otra. Se dejaba decidir libremente al niño de doce años el que fuera con los de su edad y sus amigos y estuviera en su compañía durante el camino. Por la noche, sin embargo, le esperaban sus padres.
El que no apareciera, nada tiene que ver con la libertad de los jóvenes, sino con otro orden de cosas, como se pondrá de manifiesto plenamente después: apunta a la particular misión del Hijo.
Para los padres comenzaron días de gran ansiedad y preocupación. El evangelista nos dice que sólo después de tres días encontraron a Jesús en el templo, donde estaba sentado en medio de los doctores, mientras los escuchaba y les hacía preguntas (cf. Lc 2,46).
 
Los tres días se pueden explicar de manera muy concreta: María y José habían marchado hacia el norte durante una jornada, habían necesitado otrajornada para volver atrás y, por fin, al tercer día encontraron a Jesús. Aunque los tres días son ciertamente una indicación temporal muy realista, es preciso sin embargo dar la razón a René Laurentin cuando nota aquí una callada referencia a los tres días entre la cruz y la resurrección. Son jornadas de sufrimiento por la ausencia de Jesús, días sombríos cuya gravedad se percibeen las palabras de la madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados» (Lc 2,48).
Así, desde la primera Pascua de Jesús se extiende un arco hasta su última Paimagen_temploscua, la de la cruz.
 La misión divina de Jesús rompe toda medida humana y se convierte para el hombre una y otra vez en un misterio oscuro. En aquellos momentosse hace sentir en María algo del dolor de la espada que Simeón le había
anunciado (cf. Lc 2,35). Cuanto más se acerca una persona a Jesús, más queda involucrada en el misterio de su Pasión.
La respuesta de Jesús a la pregunta de la madre es impresionante:
«Pero ¿cómo? ¿Me habéis buscado? ¿No sabíais dónde tiene que estar un hijo? ¿Que tiene que estar en la casa de su padre, en las cosas del Padre?»(cf. Lc 2,49). Jesús dice a sus padres: «Estoy precisamente donde está mi puesto, con el Padre, en su casa.»
En esta respuesta hay sobre todo dos aspectos importantes. María había dicho: «Tu padre y yo te buscábamos angustiados.» Jesús la corrige: yo estoy en el Padre. Mi padre no es José, sino otro: Dios mismo. A él pertenezco y con él estoy. ¿Acaso puede expresarse más claramente la filiación divina de Jesús?
Con esto se relaciona directamente el segundo aspecto. Jesús habla de un «deber» al que se atiene. El hijo, el niño
debe estar con el padre. La palabra griega de ̃ı usada aquí por Lucas retorna siempre en los Evangelios allí donde se presenta lo que establece la voluntad de Dios, a la cual está sometido Jesús. Él «debe» sufrir mucho, ser rechazado, sufrir la ejecución y resucitar, como dice a sus discípulos después de la profesión de Pedro (cf.Mc 8,31). Este «debe» vale también en este momento inicial. Él debe estar con el Padre, y así resulta claro que lo que puede parecer desobediencia, o una libertad desconsiderada respecto a los padres, es en realidad precisamente
una expresión de su obediencia filial. Él no está en el templo por rebelión a sus padres, sino justamente como quien obedece, con la misma obediencia que lo llevará a la cruz y a la resurrección.
 
San Lucas describe la reacción de María y José a las palabras de Jesús con dos afirmaciones: «Ellos no comprendieron lo que quería decir», y «su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2,50-51). La palabra de Jesús es demasiado grande por el momento. Incluso la fe de María es una fe «en camino», una fe que se encuentra a menudo en la oscuridad, y debe madurar atravesando la oscuridad. María no comprende las palabras de Jesús, pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco.
Las palabras de Jesús son siempre más grandes que nuestra razón. Superan continuamente nuestra inteligencia. Es comprensible la tentación de reducirlas, manipularlas para ajustarlas a nuestra medida.
Un aspecto de la exegesis es precisamente la humildad de respetar esta grandeza, que a menudo nos supera con sus exigencias, y de no reducir las palabras de Jesús preguntándonos sobre lo que «es capaz de hacer». Él piensa que puede hacergrandes cosas. Creer es someterse a esta grandeza y crecer paso a paso hacia ella.
De este modo, Lucas presenta premeditadamente a María como la que cree de manera ejemplar: «Dichosa tú, que has creído», le había dicho Isabel (Lc 1,45). Con la observación, dos veces repetida en el relato de la infancia,
de que María conservaba las palabras en su corazón (cf. Lc 2,19.51), Lucas remite —como se ha dicho—a la fuente a la que recurre para su narración.
Al mismo tiempo, María no se presenta sólo como la gran creyente, sino como la imagen de la Iglesia, que acoge la Palabra en su corazón y la transmite.
«Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad… Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc 2,51s). Después del momento en que había hecho resplandecer la obediencia
más grande en la cual vivía, Jesús vuelve a la situación normal de su familia: a la humildad de la vida sencilla y a la obediencia a sus padres terrenales.
A la afirmación sobre el crecimiento de Jesús en sabiduría y edad, Lucas añade la fórmula tomada del Primer Libro de Samuel, referida allí aljoven Samuel (cf. 2,26): crecía en gracia (benevolencia, complacencia) anteDios y los hombres. El evangelista remite así una vez más a la relación entre la historia de Samuel y la historia de la infancia de Jesús, relación que apareció por vez primera en el Magnificat, el cántico de alabanza de María
en el encuentro con Isabel. Este himno de alegría y alabanza a ese Dios que ama a los pequeños es una nueva versión de la oración de acción de gracias con la cual Ana, la madre de Samuel, que no tenía hijos, muestra su reconocimiento por el don del niño con el que el Señor había puesto fin a su aflicción. En la historia de Jesús, dice el evangelista con su citación, la historia de Samuel se repite a un nivel más alto y de modo definitivo.
También es importante lo que dice Lucas sobre cómo Jesús crecía no sólo en edad sino también en sabiduría. Con la respuesta del niño a sus doce años ha quedado claro, por un lado, que él conoce al Padre—Dios—desde dentro. No sólo conoce a Dios a través de seres humanos que dan testimonio de él, sino que lo reconoce en sí mismo. Como Hijo, él vive en un tú a tú con el Padre. Está en su presencia. Lo ve. Juan dice que él es el unigénito, «que
está en el seno del Padre», y por eso lo puede revelar ( Jn 1,18). Esto es precisamente lo que se hace patente en la respuesta del niño a los doce años: Él está con el Padre, ve las cosas y las personas en su luz.
Pero, por otro lado, también es cierto que su sabiduría crece. En cuanto hombre, no vive en una abstracta omnisciencia, sino que está arraigado en una historia concreta, en un lugar y en un tiempo, en las diferentes fases de la vida humana, y de eso recibe la forma concreta de su saber. Así se muestra aquí de manera muy clara que él ha pensado y aprendido de un modo humano. Se manifiesta concretamente que él es verdadero hombre y verdadero Dios, como lo formula la fe de la Iglesia. El profundo entramado entre una y otra dimensión, en última instancia, no lo podemos definir. Permanece en el misterio y, sin embargo, aparece de manera muy concreta en la narración sobre el niño de doce años; una narración que abre así al mismo tiempo la puerta a la totalidad de su figura, que después se nos relata en los Evangelios”.

Extraído del libro “La Infancia de Jesús”.

Joseph Ratzinger-S.S. Benedito XVI
Agosto 2012.

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